Volvía a estar en el mismo lugar. Como siempre, caí en la trampa de las malas costumbres, es decir, aquellas que me recuerdan a ti. Y allí me hallé, pensándote, rodeada de agua por dentro y por fuera. Ese día me inundó la melancolía y el dolor se me desbordó por los ojos. Sobre mí, nubes de tormenta que tronaban tu ausencia. A mis pies, la subida de la marea que ya alcanzaba mis temblorosas rodillas. Y en mí, la amargura de las lágrimas cuya sal sólo hacía que me ardieran las heridas.
Especialmente recuerdo la angustia de desear ahogarme y no poder. De querer dejar de pensar en todas aquellas personas por las que seguía adelante, volverme de piedra, y hundirme en la fosa marina más profunda del Atlántico. Allí donde no brilla la luz, porque no es necesaria. Donde hay vida desconocida. Donde todo es tan diferente, que incluso podría llegar a estar bien.
Pero entonces me entró arena en las cicatrices, desperté de esa ensoñación en la que me habría quedado a vivir, y me di un fuerte golpe contra la dura realidad. Ojalá haber sido de piedra también en ese momento, y haberme quebrado del todo. No habría tenido que ver cómo las olas me erosionaban poco a poco. Se me estaba quedando una forma de acantilado tan perfecta, que me daban ganas de tirarme desde arriba. Sin embargo esa arenilla que se escapaba de mí, se mezclaba con la sal del océano, y con el agua. Era asombroso ver cómo pasaba de un elemento a otro con tanta facilidad y al mismo tiempo tanto trabajo.
Pronto me vi sumergida en otra dimensión del mismo mundo. Vi vida, vi fuerza, vi inmensidad... Y vi una solead y un vacío tan eternos, que comencé a sentir frío. Deseaba dejarme caer hasta el fondo, pero finalmente el instinto de supervivencia me llevó a la superficie, bajo la influencia del sol. La calidez de sus rayos me alcanzaba con la suavidad y la persistencia de una cocción a fuego lento, hasta que comenzó a surtir efecto, y me hice vapor. Flotaba en el aire como si ni siquiera existiese, y sonaba tan bien esa posibilidad... Que me dejé deshacer por las corrientes del cielo, y acabé siendo viento.
Dancé al rededor de todo el mundo, elevando más vestidos de los que jamás me podré probar, meciendo cortinas de casas que tenían más historias de las que podría llegar a contar, perdiéndome entre cabellos, cortándome entre besos y cuerpos, acariciando pieles de tantas texturas y tonalidades que me percaté de lo infinito que es el universo, aun dentro tan sólo de uno de sus mundos.
Y siendo viento, siendo voz, siendo alientos (últimos y primeros)... Llegué a lo más alto, y desde ahí me quedaban dos opciones: convertirme en vacío y perderme en el espacio, o ir en picado hacia abajo. Decidí lo segundo. Tras haber visto tanto, sólo había logrado comprender que me quedaba demasiado por conocer.
Caí con una velocidad imposible, y aun así, seguía flotando. Siendo aire volé, y me precipité como una piedra, y caí en un lugar donde me exigían, acudí a una llamada que me llevó a acabar entre llamas. Una hoguera, un incendio, una chimenea... Todo fuego necesita aire, oxígeno para respirar y crecer. Y así, fui un respiro de una lengua ardiente, que me consumió y me convirtió en eso, en más fuego, y aun atada a la tierra, volaba y ascendía, y me ondeaba y bailaba, pero destruía todo aquello que tocaba. Todo aquello que alguna vez fui. Hasta que yo misma acabé siendo consumida por mi propio poder, hasta quedar en una chispa que cayó sobre las cenizas, y se convirtió en otra de ellas.
Siendo pequeño, todo parece más grande. Y desde el suelo, cualquier edificio parece alcanzar el cielo. Y mi deseo por volver a arriba, fue lo que me hizo arder. No vino nadie a alzarme, ni un sólo ser se detuvo a contemplar los restos de lo que ya no iluminaba, ni ardía, ni quemaba. Sin embargo yo conservaba todo ese fuego dentro, yo aún notaba el calor en mi interior, y me forcé tanto a sacarlo al exterior, que creció, y brotó, como la primera flor de la primavera.
Y firme como la tierra, llena de vida como el agua, efímera como el aire y ardiente como el fuego, me alcé de entre las cenizas. Un ser alado, con la fuerza de la vida en las lágrimas, cálido y vivaz. Y aun sóla de nuevo, volé hasta aquella playa, y abrí los ojos, y sin haberme movido un palmo, la marea ya bajaba, y la tormenta cesaba, y mis lágrimas se secaban en mis mejillas. Resurgí de mis propias cenizas, y curadas cicatrices y heridas, volví a recordarte. Y esta vez, ya no dolía.
L.W.